Aquel primer encuentro con Mcluhan (extracto)
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Y estaba el New York Times, que fuera el periódico más influyente y poderoso del orbe, retratado hasta lo más ínfimo por Talese en The Kingdom and the power –de tal deslumbramiento, entre naïf, bienintencionado y provinciano, me ocupé extensa y detalladamente en mi libro Días de papel (LEER/Testimonio; Madrid, 2004). Y algunos pontífices culturales, grandes gurús de la crema de la intelectualidad, como el filósofo judío alemán Herbert Marcuse (El hombre unidimensional, tan cercano al diagnóstico y descripción del mundo occidental del siglo XXI; Eros y civilización, su otra obra de culto), feroz crítico también del sistema soviético del “socialismo real”, gran defensor de Rosa Luxemburg (después se conocería que Marcuse había figurado en las nóminas de la CIA).
Y otro de los grandes pontífices intelectuales, sólo accesible para exiguas minorías familiarizadas con las incipientes disciplinas de la semiótica, la morfología y la sintaxis de la comunicación, era el canadiense Marshall MacLuhan, intelectualmente inclasificable, que ya operaba como nombre-fetiche y arrojadizo, en aquellos infantiloides ejercicios de matonismo universitario para impresionar a chicas y condiscípulos de los ya emergentes progres a la violeta –variante hispana de la enfermedad infantil del izquierdismo de Lenin–, tan genialmente caricaturizados por Woody Allen en su Annie Hall (ver cover story).
Digamos que un joven periodista español de los primeros años setenta que llegaba a Nueva York podía satisfacer sus impulsos de deslumbrado voyeurismo intelectual y periodístico visitando la sede, su gigantesca redacción de casi dos kilómetros cuadrados, La Vieja Dama Gris, The Old Grey Lady (nickname del The New York Times), el vetusto caserón de la calle 43 Oeste –trasladada ahora al espléndido rascacielos de cristal de la Octava Avenida. Y visitar su tienda de souvenirs casi con la misma admirada veneración con la que un hincha adquiere los relojes, camisetas o bufandas del Real Madrid o del Barcelona en las tiendas de los clubes, y adquirir grandes reproducciones de sus front pages, sus primeras legendarias, que, en mi caso, relataban los infernales bombardeos aliados de las costas sicilianas en la Segunda Gran Guerra, o las de los días 20 y 21 de noviembre de 1975 –esta última trasplantada a una t-shirt, a una blanca camiseta de algodón– sobre la muerte del general Franco.
Mi deslumbrada admiración por McLuhan se inició cuando ante mis ojos apareció por primera vez un texto suyo de 1950, de análisis de una primera del New York Times de abril de aquel año, en la de otro diario, éste de la cadena de Hearst –magnate de la prensa popular que sirvió de modelo para el Kane de Orson Welles–, en el que, tras la ojeada voraz y apresurada del joven periodista, se agazapaba el suntuoso y deslumbrante análisis semiótico, sólo visible para la mirada privilegiada de McLuhan, su vigoroso y brillante estilo literario, cuajado de metáforas espléndidas que tan bien servían a su inconfundible estilo, a su genialidad discontinua, convulsa, a borbotones, la idea de lo deconstructed de Derrida que también serviría a Woody Allen para titular su Deconstructing Harry (1997).
La discontinuidad fragmentada del gran mosaico de una “primera” del New York Times era equiparada por el canadiense a las mil y una historias engarzadas en un picassiano y descoyuntado lienzo, cuyo lay-out era casual e inconscientemente diseñado cada día por los intérpretes del oceánico y abarcador “All the news that are fit to print”, que de manera insospechada se acomodaba en la gran platina de plomo de los talleres del diario al revolucionario, convulso y deconstruido lenguaje narrativo del Ulises de James Joyce. Cuando leí por primera vez aquel texto, en España, en la presunta prensa de la época eran muy comentados los editoriales del Arriba, el periódico del partido (único) de Franco, del Movimiento, de la Falange. Vendrían después las proféticas –nunca mejor dicho, en alguien como Marshall, que se convirtió al catolicismo en su juventud, influido por un escritor católico como Chesterton– teorías sobre los mass media, la televisión, la alienación mediática previsible del hombre del siglo XXI en el global village, en la aldea global, narcotizado por unidireccionales discursos mediáticos y, sobre todo, por el inquietante efecto castrador de los mensajes publicitarios....
Vía Aquel primer encuentro con McLuhan por Jose Luis Gutierrez en Leer
Y estaba el New York Times, que fuera el periódico más influyente y poderoso del orbe, retratado hasta lo más ínfimo por Talese en The Kingdom and the power –de tal deslumbramiento, entre naïf, bienintencionado y provinciano, me ocupé extensa y detalladamente en mi libro Días de papel (LEER/Testimonio; Madrid, 2004). Y algunos pontífices culturales, grandes gurús de la crema de la intelectualidad, como el filósofo judío alemán Herbert Marcuse (El hombre unidimensional, tan cercano al diagnóstico y descripción del mundo occidental del siglo XXI; Eros y civilización, su otra obra de culto), feroz crítico también del sistema soviético del “socialismo real”, gran defensor de Rosa Luxemburg (después se conocería que Marcuse había figurado en las nóminas de la CIA).
Y otro de los grandes pontífices intelectuales, sólo accesible para exiguas minorías familiarizadas con las incipientes disciplinas de la semiótica, la morfología y la sintaxis de la comunicación, era el canadiense Marshall MacLuhan, intelectualmente inclasificable, que ya operaba como nombre-fetiche y arrojadizo, en aquellos infantiloides ejercicios de matonismo universitario para impresionar a chicas y condiscípulos de los ya emergentes progres a la violeta –variante hispana de la enfermedad infantil del izquierdismo de Lenin–, tan genialmente caricaturizados por Woody Allen en su Annie Hall (ver cover story).
Digamos que un joven periodista español de los primeros años setenta que llegaba a Nueva York podía satisfacer sus impulsos de deslumbrado voyeurismo intelectual y periodístico visitando la sede, su gigantesca redacción de casi dos kilómetros cuadrados, La Vieja Dama Gris, The Old Grey Lady (nickname del The New York Times), el vetusto caserón de la calle 43 Oeste –trasladada ahora al espléndido rascacielos de cristal de la Octava Avenida. Y visitar su tienda de souvenirs casi con la misma admirada veneración con la que un hincha adquiere los relojes, camisetas o bufandas del Real Madrid o del Barcelona en las tiendas de los clubes, y adquirir grandes reproducciones de sus front pages, sus primeras legendarias, que, en mi caso, relataban los infernales bombardeos aliados de las costas sicilianas en la Segunda Gran Guerra, o las de los días 20 y 21 de noviembre de 1975 –esta última trasplantada a una t-shirt, a una blanca camiseta de algodón– sobre la muerte del general Franco.
Mi deslumbrada admiración por McLuhan se inició cuando ante mis ojos apareció por primera vez un texto suyo de 1950, de análisis de una primera del New York Times de abril de aquel año, en la de otro diario, éste de la cadena de Hearst –magnate de la prensa popular que sirvió de modelo para el Kane de Orson Welles–, en el que, tras la ojeada voraz y apresurada del joven periodista, se agazapaba el suntuoso y deslumbrante análisis semiótico, sólo visible para la mirada privilegiada de McLuhan, su vigoroso y brillante estilo literario, cuajado de metáforas espléndidas que tan bien servían a su inconfundible estilo, a su genialidad discontinua, convulsa, a borbotones, la idea de lo deconstructed de Derrida que también serviría a Woody Allen para titular su Deconstructing Harry (1997).
La discontinuidad fragmentada del gran mosaico de una “primera” del New York Times era equiparada por el canadiense a las mil y una historias engarzadas en un picassiano y descoyuntado lienzo, cuyo lay-out era casual e inconscientemente diseñado cada día por los intérpretes del oceánico y abarcador “All the news that are fit to print”, que de manera insospechada se acomodaba en la gran platina de plomo de los talleres del diario al revolucionario, convulso y deconstruido lenguaje narrativo del Ulises de James Joyce. Cuando leí por primera vez aquel texto, en España, en la presunta prensa de la época eran muy comentados los editoriales del Arriba, el periódico del partido (único) de Franco, del Movimiento, de la Falange. Vendrían después las proféticas –nunca mejor dicho, en alguien como Marshall, que se convirtió al catolicismo en su juventud, influido por un escritor católico como Chesterton– teorías sobre los mass media, la televisión, la alienación mediática previsible del hombre del siglo XXI en el global village, en la aldea global, narcotizado por unidireccionales discursos mediáticos y, sobre todo, por el inquietante efecto castrador de los mensajes publicitarios....
Vía Aquel primer encuentro con McLuhan por Jose Luis Gutierrez en Leer
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